«La indemnización que procede reconocer en favor del perjudicado surge de la infracción de los deberes de buena fe, y la pérdida de confianza en el consumidor, bienes jurídicos de difícil cuantificación, dada su naturaleza intangible. A criterio de este juzgador, tal valoración ha de efectuarse en base a diversos parámetros que dan idea de la trascendencia del incumplimiento atribuido».
En estos términos se pronuncia el Juzgado de Primera Instancia núm. 12 de Valladolid en su Sentencia núm. 291/2016, de 25 de octubre, dictada con ocasión del escándalo «Dieselgate». Esta resolución, en opinión del autor, no debe pasar desapercibida por lo audaz de sus razonamientos, pues otorgan a los principios inspiradores del derecho de obligaciones y contratos, y de la normativa de consumidores, la relevancia práctica que merecen si queremos que la ley resulte efectiva y coherente con la nueva cultura corporativa. Y es que no escapa del imaginario colectivo que la continua vulneración de estos principios (la buena fe y la confianza del consumidor) apenas ha tenido consecuencias para los infractores, al menos, hasta hace muy poco (véase la jurisprudencia contraria a la banca en materia de «cláusulas suelo» y otra relativas a los gastos de constitución, constante a partir del año 2010, o los cada vez más numerosos pronunciamientos contrarios a compañías aéreas por cláusulas abusivas).
Es llamativo el fragmento citado al comienzo de este artículo porque supone un ejemplo de interpretación y aplicación de la norma conforme a nuestra realidad social, en la que los derechos del consumidor comienzan a equilibrar la balanza en materia de contratos de adhesión, y en la que los principios generales como la buena fe empiezan a adquirir trascendencia como elementos de control del cumplimiento normativo. En particular, porque la Sentencia citada no invoca ni una sola vez el instituto del «daño moral», al que se ha recurrido en otras ocasiones como cajón de sastre para reparar daños intangibles, sino que considera que la buena fe es, por sí misma, un bien jurídico digno de protección y, en consecuencia, su quebrantamiento puede generar una indemnización en favor de la otra parte cuando las circunstancias concurrentes evidencien la trascendencia del incumplimiento. A renglón seguido, la misma Sentencia extiende esta consideración a la confianza del consumidor, como bien jurídico merecedor de protección, y susceptible de indemnización. El pronunciamiento se acerca, en definitiva, al remedio de los punitive damages desarrollado por la jurisprudencia anglosajona y que busca reparar reprochando la conducta del sujeto causante del daño.
En materia de telefonía y acceso a Internet, la normativa sectorial también se ha construido en torno al principio de la buena fe, incluso formulándose una carta de derechos del usuario de los servicios de comunicaciones electrónicas que, sin embargo, son sistemáticamente vulnerados, provocando en el usuario molestias y la necesidad de llevar a cabo múltiples gestiones para asegurar que la compañía cumple sus compromisos y obligaciones.
Y es que, a pesar de la multiplicidad de derechos reconocidos en esta normativa especial, en materia de responsabilidad se limita a una remisión «conforme a lo previsto en la legislación civil o mercantil». Ante la falta de una previsión expresa, como ocurre también en materia de consumidores, frente al incumplimiento de aquellas obligaciones que pretenden parecer secundarias pero que también adquieren los vendedores y prestadores de servicios, en esta materia, no han sido pocos los pronunciamientos en los que, acudiendo al instituto del «daño moral», el abonado ha visto resarcidos sus daños, no sin esfuerzo (vid. SAP de Vizcaya núm. 326/2008, de 11 de junio; SAP de Madrid núm. 63/2009, de 13 de febrero; y, en un asunto dirigido por el autor, la reciente Sentencia núm. 48/2018, de 16 de marzo, del Juzgado de Primera Instancia núm. 6 de Burgos, que reconoció a la demandante, persona jurídica, una indemnización por los daños morales sufridos a consecuencia de un deficiente funcionamiento de la línea contratada).
En definitiva, la más reciente interpretación de la normativa de consumidores está dotándola de la relevancia práctica que merece, impidiendo que se convierta en una mera declaración de intenciones. La globalización y la tendencia creciente del comercio de «pago por uso» hacen que los viejos principios, como la buena fe contractual, estén más presentes que nunca y renueven su vigencia, guiando a los operadores jurídicos en la redacción de las normas y, cuando estas se vean superadas, orientándonos en su aplicación.
Por ello, resoluciones como las que se invocan en este artículo pueden ser punto de partida para nuevas corrientes jurisprudenciales en las que, ponderando los bienes jurídicos en juego, se decida protegiendo los intereses que así lo merezcan, reconociendo a la buena fe su validez como elemento de control de cumplimiento, y afirmando como bienes jurídicos la confianza del consumidor o la protección del medio ambiente. De esta forma, acogiendo la figura de los punitive damages, se podría abrir una brecha frente a prácticas tan cuestionables como la obsolescencia programada, que choca diametralmente contra los anteriores principios. Y en esta tarea se hace imprescindible el resurgimiento del letrado creativo, del abogado audaz que se atreve a proponer al juzgador, de manera razonada, una nueva interpretación que aquel, vinculado por el principio de rogación, pueda acoger garantizando la defensa de los ciudadanos.
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